Roque Joaquín de Medrano era escribano público de Zarza la
Mayor.
En su
despacho, día tras día, en un voluminoso grupo de legajos, anotaba y daba legal
forma a todo tipo de acontecimientos: actas de poder de representación,
escrituras de venta, permuta, traspaso, diligencias judiciales, certificados,
testamentos, probanzas....
Gracias a
su oficio, puede decirse que don Roque era gran conocedor de la rutina diaria
de sus convecinos zarceños. Apenas se escapaba asunto que no quedará reflejado,
previa solicitud de los interesados, en su archivo de protocolos.
La fortuna
se ha tornado favorable, y hemos podido acceder a esa notable fuente
informativa.
Queremos
rescatar, aquí, unos ejemplos, que, sin duda, contribuirán para conocer mejor
cómo vivían los zarceños y zarceñas hace ya doscientos años, a mitad del siglo
XVIII.
Y lo vamos
a hacer guiados, precisamente, por el espíritu de nuestro escribano, en un
viaje a la <<memoria colectiva>>,
patrimonio inmaterial de Zarza y sus vecinos.
Comenzamos,
pues, nuestro paseo, por vía principal de antaño, la rúa de Los Mesones, que hoy, 25 de junio, presenta escena un tanto triste.
Una casa de
la acera derecha, subiendo desde las eras de San Antón, tiene demasiado ajetreo. En ella reside María <<la Morana >>. El escribano, quien
ya redactó su Testamento, nos alerta, con gran sentimiento, que María padece
grave enfermedad. Postrada en el lecho de muerte, recibe, por última vez, a
familiares y amigos para despedirse. Es seguro no verá la luz de un nuevo
amanecer.
Proseguimos.
Algo más arriba tampoco se respira un clima de sosiego.
A Domingo
González Jorge la justicia le ha embargado, esta misma mañana, una jaca negra y
un mulo color castaño oscuro. No había pagado los réditos al cruzar la aduana
con Portugal, cuando regresaba de sus habituales viajes comerciales. Sin
bestias para trajinar, poco podrá emplearse en su oficio, y así se pierden
jornales para mantener a la numerosa familia. Dejamos al apesadumbrado Domingo,
con nuestros mejores deseos de que halle pronto solución a sus problemas.
El fiscal
también ha tenido trabajo antes de llegar a casa del arriero. Previamente hubo
de recoger testimonios contra los administradores de la, ya desaparecida, Real Fábrica de Sedas. Corre el rumor
que un enorme desfalco económico se oculta en los libros contables de las
oficinas fabriles. La comunidad zarceña solicita castigo para los infractores.
Una comisión vecinal, compuesta por Pedro Montero, Domingo de Sande, Sebastián
Morán, Juan José López, Tomás Gazapo, Miguel Cid, Alvaro Pérez, y otros tantos
comerciantes, presta juramento ante el abogado Marcelino Canales, en un
aposento situado en la calle Vitigudino.
Toca el
turno, ahora, de conocer al matrimonio Jacinto Rodríguez y su mujer, Isabel
González, que viven en la esquina del callejón
del Macho, lindera con la calle de Hurtado.
La pareja es el primer soplo de alegría que hoy encontramos en el pueblo.
Afortunadamente pueden pasar ajenos ante los males de sus convecinos. A base de
trabajo y sacrificio, han logrado acumular cierta cantidad de reales. Con ellos
aprovechan el miedo de otros. Están en estos momentos firmando la compraventa
de un molino, situado en la dehesa de
Benavente.
Andando,
andando, siguiendo calle arriba, nos hemos plantado, casi sin querer, en la Plaza Mayor. En su ayuntamiento tienen
hoy celebración plenaria los señores consistoriales: Sebastián Montero y
Fernando de Sande, acompañados de regidores y del procurador, Gregorio de
Sande. Todos han de cumplimentar los trámites para reclutar a los soldados que,
por cupo, debe ofrecer la villa zarceña al ejército. Las papeletas y el cántaro
van dictando: Diego Caro y Agustín Perianes son los seleccionados. En sus casas
la noticia causa gran pesar porque, con su ingreso en filas, habrá menos brazos
para labrar los campos.
Dejando a la milicia, otro
runrún popular circula por la Plaza.
Un grupo de
chismosos vecinos, que buscan la frescura de la sombra junto a las gradas de la
iglesia parroquial, bajo la frondosidad del viejo álamo, discuten
acaloradamente. Los más parlanchines comentan cómo en la taberna de Domingo
Terrón, una noche, a comienzos de este recién estrenado verano, se vio a la
esposa en relación algo deshonesta; es por eso que Domingo tiene hoy mal cariz,
y sirve vino con pocas ganas a quien se acerca para refrescar la garganta.
Abandonando
el mentidero, el ensordecedor ruido procedente de un callejón, que desemboca en
el próximo Coso de los Toros, llama
la atención de los transeúntes.
Enseguida
aparece una partida de caballistas. No cabe duda que son soldados, más en
concreto el piquete del resguardo de fronteras, al mando de un cabo.
Por la zona
suelen rondar cuadrillas de bandoleros y contrabandistas. De conocidísima mala
reputación son los tres hermanos Alpedrinas, ladrones, que viven en lo fragoso
del río Alagón, en unas cuevas; o aquel otro que llaman Pocarropa, máxima
autoridad en el mundillo del hampa.
Conviene,
por tanto, mantener la vigilancia estrecha. La sierra de Valdecaballos, dónde dicen han sucedido los más
lamentables actos de violencia que se recuerdan, lugar de paso obligado para
viajeros. Escenario bien conocido por estos caballistas, defensores de lo
común.
Suenan las
campanas de la iglesia. Ya es más de mediodía, y el apetito, a estas horas, se
va haciendo notar en los estómagos. Nuestro mentor, don Roque, haciendo honor a
su buen servicio, aconseja preguntar por Sebastián de Sande quien, junto a su
domicilio, en la Cruz de la Puentita,
regenta un horno de pan que antaño fundará Juan Alonso Maese. El
acompañamiento, un pedazo de queso y un poco de chacina, lo podemos conseguir
en una cercana abacería, propiedad de Isabel de Sancho.
Tras la
pitanza, con renovadas fuerzas, continua el recorrido por las calles de Zarza.
Al pasar
por una de las más principales, que por eso recibe el nombre de Concejo, se descubre un singular
personaje, ya de adelantada edad, pero cuyos rasgos dejan intuir una vida
sosegada, lejos del trabajo rural. Es Bartolomé Hernández Borrellas,
descendiente de familia hidalga. En su edad adulta, se muestra satisfecho
porque sus dos hijos varones han podido cursar en una de las más celebradas
universidades de aquel tiempo, la de Salamanca. Formados y con futuro, lejos
del arado, la hoz y la vida servil.
Afortunados
ellos, en un mundo en el que la gran mayoría de jóvenes son carne de cañón para
bregar el campo. Nos consolamos al saber que Pedro Martín Gallego y Francisco
Montero Perianes, ofrecen en sus domicilios clases de primeras letras a quien
quiere, o le es posible, optar a algo mejor.
Cerca del
domicilio del preclaro Bartolomé, al final de una callejuela que hace honor a
su nombre, Angosta, un nutrido grupo
de personas forma impaciente cola ante la puerta de una casa. Allí vive el
cirujano, don Francisco Ibañéz del Castillo. Los vecinos acuden en busca de medicamento
con que resolver sus achaques. Siendo más precisos, decir que don Paco receta,
y luego Juan del Corral y Ventura de la Cruz cocinan, en sus bóticas, los
ungüentos reclamados.
Poco a poco, el entramado de
calles se torna en cuesta, hacia el punto más alto de la población, que llaman,
como no podía ser de otro forma, El
Castillo.
Antes, pasamos
por una luminosa plazuela, la del Arconocal.
Por ahí está el matrimonio Juan Moreno y Paula Polán, que se dirigen a una
huerta cercana, situada frente a la ermita de Santa Clara.
La Barrera del Castillo se nos hace visible a medida que ascendemos
por la calle Santo Cristo. Por cima
de los pardos tejados, asoman ya los muros de una antigua fortificación.
Nuestro andar se detiene
bruscamente. Un gran rebaño de merinas esta cruzando la Cañada Real, que transita por este lado de Zarza. Son del ganadero
mesteño Antonio José Segura, que todos los años baja, desde tierras burgalesas,
a pastar en la dehesa de Benavente.
Ahora, finalizada la campaña de hierbas, está listo para regresar a su hogar
serrano.
A los márgenes del
cordel, salpican varias chozas de pastores; y frente a la ermita del Castillo hay una tenería. Pertenece a Francisco de Sales
Botello. El olor de las pieles curtidas impregna todos los alrededores.
Siguiendo el alegre
tintineo de los campanos, descendemos del Castillo
por la calle de los Canales, y
entramos nuevamente en el casco urbano por los restos que quedan en pie de la
vieja Puerta de la Villa, junto a la
cual está sentado, plácidamente, Francisco Montero de la Cana. Charla con su
amigo Mateo Borrero, que acaba de llegar con un par de jumentos, que cargan
sobre sus lomos serones repletos de rojiza tierra. Con ella elaborará luego el
barro para fabricar pucheros, botijos, platos...,etc. No cabe duda que es el
alfarero.
Los restos del foso que rodeaba a la vieja
muralla, sirven de guía al viajero. Así, bajando desde el cerro castillero,
sorprende la gran fachada de otra ermita, la dedicada al apóstol San Juan. Hoy se celebra misa, solicitada
por su mayordoma, doña Estefanía de Sande Villalobos, a expensas del capellán,
Diego de Cáceres, su marido. Ambos han heredado la responsabilidad de
administrar los bienes del oratorio que fundará, hace más de cien años atrás,
su antepasado, el canónigo don Juan de Sande.
Estamos otra vez casi
dónde comenzamos nuestro paseo. Hemos caminado, de nuevo, por la calle Mesones. Comienza a doblar el esquilón.
El presbítero, don Tomás Zango, corre apresuradamente hacia la casa de María “la Morana”. Parece que ha llegado su
final, y el párroco colegial, Diego Calderón, no está disponible para
administrar el Santo Sacramento a la moribunda.
Que fatal coincidencia.
Unas mujeres estaban hablando sobre el fallecimiento de un niño en una casa de
la calle Parral. Se llamaba
Dominguito, y era hijo de Francisco Mirón e Inés Gutiérrez. Apenas tenía dos
años de edad. La mortalidad infantil es elevada.
Al final de la rúa, algo
grato. Unos albañiles, Blas Sánchez Templado y Diego Gutiérrez, están
levantando una nueva casa. Por este lado el pueblo se nota que va en continuo
crecimiento.
Frente a ellos, al otro
lado de la incipiente calle, Alonso Jiménez Lozoyo, el herrero, muy concentrado
en sus tareas. Mejor no despistarle.
Poco a poco, el día va
perdiéndose por el horizonte. Ya en el Egido
Patero, oculto el sol, con la frescura del atardecer, grupos de vecinos
reunidos.
Fernando Placeres y
Eusebio Rangel. Sus respectivas jornadas de trabajo han sido duras. El primero
ha estado recogiendo sus mieses en una heredad, sita en Valle de Gonzalo Mateos. El otro viene desde la Piedra Alta, de regar una huerta de
legumbres. Se recogen al descanso de sus hogares.
Unos carromateros,
Andrés Chaparro, Juan Blanco y Victorio Barroso, hacen su entrada en el pueblo.
Andrés es un sobreviviente del terremoto de Lisboa. Estaba allí aquel día,
trabajando en representación de la Real
Compañía de Sedas.
Más adelante, dos
siluetas. Al acercarse observamos a dos hombres que, por su porte, deben ser de
los que aquí llaman acaudalados. En efecto. Son Pedro de Sande Marto y Miguel
Jerónimo Alemán de Sande, sin miedo a equivoco los vecinos con más lustre de la
población. Seguro que vienen desde la huerta de la Fontanina, dónde se crían jugosas y refrescantes sandias. El
vergel, por cierto, es propiedad de un allegado, Diego de Sande y Figueroa.
Terminamos la caminata
junto a la puerta de la posada de Isabel Bárbara Sánchez, último lugar para
este viaje a la memoria.
Nos cuenta Domingo
Sánchez Agudelo, que sus habitaciones están todas ocupadas. En estas fechas son
muchos los forasteros que llegan para comerciar o, simplemente, de paso a otros
destinos. Se escuchan aquí ciento de historias.
Paciencia, oyente y
lector curioso. Habrá ocasión para contarlas más adelante.
IMAGEN:
libro de protocolos, propiedad de don Roque Joaquín de Medrano y Vargas, en el
cual apuntaba minuciosamente los quehaceres diarios de sus convecinos zarceños.
Año de 1757. Laus Deo.
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