lunes, 5 de diciembre de 2016

Las telas de la discordia

   Fue a mediados del siglo XVIII.
   Por aquel entonces la villa de Zarza la Mayor gozaba del reconocimiento general.
  Habíase instalado en ella un proyecto fabril de enorme interés: la manufacturación de tejidos, especialmente los confeccionados con hilos de seda.
   Los telares tenían gran actividad, dando trabajo no sólo a los vecinos de la localidad, sino también a un numeroso grupo de artesanos textiles procedentes de distintos puntos de la geografía penínsular. Y, puede decirse que quien no laboraba de forma directa con las telas, lo hacía indirectamente, proporcionando material y servicios a la masa obrera de la fábrica. En definitiva, la mayor parte de la sociedad zarceña vivía a expensas de aquel producto ilustrado que se denominaba Real Compañía de Comercio y Fábricas de Extremadura.
   Su historia particular comenzó años antes, casí a comienzos de la centuria, una vez que los fatídicos tiempos de la Guerra de Sucesión quedaron atrás, y los zarceños se afanaron en devolver la grandeza a sus hogares y pueblo común.
  Zarza había sido destruída por el ejércio enemigo durante el mes de mayo de 1705, por cuya causa estuvo deshabitada hasta 1713, cuando sus antiguos moradores empezaron a regresar para levantar de nuevo lo que antaño les había sido arrebatado por el ímpetú violento de la guerra.
  Bastaron pocas anualidades para que se notará el progresivo avance a mejor. Las gentes, aprovechando su cercanía a Portugal, y los buenos tratos que desde siempre habían mantenido con los lusos, crearon un incipiente intercambio de mercancías, dando lugar a que, para canalizar todos sus beneficios en pro de la Hacienda Pública, se ubicará una Real Aduana en la villa. Oficina de control, receptora de grandes cantidades económicas procedentes de los impuestos que se cobraban a las mercancías que transitaban de un lado a otro de la frontera zarceña con Portugal.
  Así, en el año 1720, el producto total de las rentas generadas por la Aduana se valoró en 718.283 maravedíes; y en 1740 se incrementó hasta alcanzar 1.194.380 maravedies. Sólo había un puesto fronterizo capaz de generar mayor saldo: el situado en Badajoz.
  Las autoridades pronto vieron la necesidad de aprovechar semejante filón. Y fue un grupo de mercaderes zarceños, precisamente los mismos que habían logrado aquel milagro financiero, los impulsores del proyecto que, más tarde, se materializaría en la fundación de la citada Real Compañía de Comercio.
  Concedidas las oportunas Ordenanzas y Privilegios para su establecimiento y administración, fue durante el mes de mayo de 1749 cuando se inicio la vida de tan prestigiosa entidad fabril.
   Zarza la Mayor conoció entonces un resurgir aún mayor del que ya venía notándose. Comenzaron a llegar personas en busca de trabajo, y otras tantas a ofrecer sus servicios a los nuevos empleados de la Real Compañía. Los censos demográficos crecieron notablemente. Hasta en los hogares más numerosos, no había miembro que conociera la inestabilidad laboral.
   Un tiempo que dibujaba un futuro esperanzador.
  Pero era un proyecto industrial con visos de modernidad, que rapidamente choco con las tradicciones seculares de buena parte de la población. A pesar de contar con muchos apoyos, incluso desde las altas esferas, como el caso del soberano matrimonio Fernando VI & Bárbara de Braganza, también existía una enorme masa vecinal que no vio con buenos ojos los cambios que traía consigo el proyecto empresarial.
   Acatar sus órdenes y formas de administración, significaba para muchos dar un paso atrás en sus aspiraciones particulares, las cuales habían ido viento en popa hasta poco antes de que los manufactureros textiles se instalaran en el pueblo. Comerciar estaba bien, pero ellos preferían hacerlo a la usanza antigua: con pequeños tratos, en grupos reducidos de comerciantes, dónde el tráfico legal de mercancías convivía sin apenas miedo con los deslices ilegales de productos. Eso era lo fundamental, lo que a ellos les había proporcionado su status y riqueza, lejos de los grandes contratos y produciones fabriles, siempre bajo férreo control del gobierno estatal.
  El contrabando, el meollo de la cuestión.
  Pero también la falta de preparación, de logística, de buenas prácticas, de visión empresarial, de futuro emprendedor, de mirar por el bien común.
  Y por ahí comenzaron a deshilarse aquellos dorados tejidos que, durante unos años, habían venido aportando nuevos aires a Zarza la Mayor y sus habitantes.
  Unos no querían que aquello fuera a más y prosperase; otros que, teniendo responsabilidades para que fuera un éxito, no supieron, o no quisieron, colaborar para cumplir tan loable objetivo; y un reducido grupo que, con artimañas, tejió el mal que, finalmente, dio al traste con todos los sueños.
  Ladrones, cuatreros, contrabandistas, gentes oscuras dedicadas a sus empeños personales, fueron la base que hizo caer todo el edificio empresarial.
  Desviando mercancias al control aduanero y de los propios administradores de la Real Compañía, colaron los números rojos en las cuentas anuales que se debían rendir a los asociados de la fábrica textil. Surgieron las protestas, y de ahí un paso a las investigaciones. Se descubrieron entonces muchos errores. Algunos inocentes, pero otros lo suficientemente calculados. La bomba de relojería explotó ante la incredulidad de aquellos que soñaban con que la fábrica sería el pilar para el futuro de sus familias, descendientes y, en general, el beneficio y crecimiento del pueblo.
  Poco más de diez años duró aquella fantasía. Unos lo celebraron a lo grande pues, no en vano, con la caída del gigante se aseguraban su forma de vivir la vida; otros lloraron a escondidas la oportunidad perdida de poder cambiar y progresar.
  Contrabando, mala administración, intereses ocultos. Toda una tupida red negativa.
  Hoy nos queda el recuerdo de algunos edificíos y lugares que antaño fueron centros de vida y actividad; y un voluminoso montón de papeles viejos, amarillentos, dónde la pena de unos y la alegría de otros quedo marcada para la eternidad.