miércoles, 15 de julio de 2015

Un viaje al pasado


                 Roque Joaquín de Medrano era escribano público de Zarza la Mayor.
                En su despacho, día tras día, en un voluminoso grupo de legajos, anotaba y daba legal forma a todo tipo de acontecimientos: actas de poder de representación, escrituras de venta, permuta, traspaso, diligencias judiciales, certificados, testamentos, probanzas....
                Gracias a su oficio, puede decirse que don Roque era gran conocedor de la rutina diaria de sus convecinos zarceños. Apenas se escapaba asunto que no quedará reflejado, previa solicitud de los interesados, en su archivo de protocolos.
                La fortuna se ha tornado favorable, y hemos podido acceder a esa notable fuente informativa.
                Queremos rescatar, aquí, unos ejemplos, que, sin duda, contribuirán para conocer mejor cómo vivían los zarceños y zarceñas hace ya doscientos años, a mitad del siglo XVIII.
                Y lo vamos a hacer guiados, precisamente, por el espíritu de nuestro escribano, en un viaje a la <<memoria colectiva>>, patrimonio inmaterial de Zarza y sus vecinos.
                Comenzamos, pues, nuestro paseo, por vía principal de antaño, la rúa de Los Mesones, que hoy, 25 de junio, presenta escena un tanto triste.
                Una casa de la acera derecha, subiendo desde las eras de San Antón, tiene demasiado ajetreo. En ella reside María <<la Morana >>. El escribano, quien ya redactó su Testamento, nos alerta, con gran sentimiento, que María padece grave enfermedad. Postrada en el lecho de muerte, recibe, por última vez, a familiares y amigos para despedirse. Es seguro no verá la luz de un nuevo amanecer.
                Proseguimos. Algo más arriba tampoco se respira un clima de sosiego.
                A Domingo González Jorge la justicia le ha embargado, esta misma mañana, una jaca negra y un mulo color castaño oscuro. No había pagado los réditos al cruzar la aduana con Portugal, cuando regresaba de sus habituales viajes comerciales. Sin bestias para trajinar, poco podrá emplearse en su oficio, y así se pierden jornales para mantener a la numerosa familia. Dejamos al apesadumbrado Domingo, con nuestros mejores deseos de que halle pronto solución a sus problemas.
                El fiscal también ha tenido trabajo antes de llegar a casa del arriero. Previamente hubo de recoger testimonios contra los administradores de la, ya desaparecida, Real Fábrica de Sedas. Corre el rumor que un enorme desfalco económico se oculta en los libros contables de las oficinas fabriles. La comunidad zarceña solicita castigo para los infractores. Una comisión vecinal, compuesta por Pedro Montero, Domingo de Sande, Sebastián Morán, Juan José López, Tomás Gazapo, Miguel Cid, Alvaro Pérez, y otros tantos comerciantes, presta juramento ante el abogado Marcelino Canales, en un aposento situado en la calle Vitigudino.
                Toca el turno, ahora, de conocer al matrimonio Jacinto Rodríguez y su mujer, Isabel González, que viven en la esquina del callejón del Macho, lindera con la calle de Hurtado. La pareja es el primer soplo de alegría que hoy encontramos en el pueblo. Afortunadamente pueden pasar ajenos ante los males de sus convecinos. A base de trabajo y sacrificio, han logrado acumular cierta cantidad de reales. Con ellos aprovechan el miedo de otros. Están en estos momentos firmando la compraventa de un molino, situado en la dehesa de Benavente.
                Andando, andando, siguiendo calle arriba, nos hemos plantado, casi sin querer, en la Plaza Mayor. En su ayuntamiento tienen hoy celebración plenaria los señores consistoriales: Sebastián Montero y Fernando de Sande, acompañados de regidores y del procurador, Gregorio de Sande. Todos han de cumplimentar los trámites para reclutar a los soldados que, por cupo, debe ofrecer la villa zarceña al ejército. Las papeletas y el cántaro van dictando: Diego Caro y Agustín Perianes son los seleccionados. En sus casas la noticia causa gran pesar porque, con su ingreso en filas, habrá menos brazos para labrar los campos.
Dejando a la milicia, otro runrún popular circula por la Plaza.
                Un grupo de chismosos vecinos, que buscan la frescura de la sombra junto a las gradas de la iglesia parroquial, bajo la frondosidad del viejo álamo, discuten acaloradamente. Los más parlanchines comentan cómo en la taberna de Domingo Terrón, una noche, a comienzos de este recién estrenado verano, se vio a la esposa en relación algo deshonesta; es por eso que Domingo tiene hoy mal cariz, y sirve vino con pocas ganas a quien se acerca para refrescar la garganta.
                Abandonando el mentidero, el ensordecedor ruido procedente de un callejón, que desemboca en el próximo Coso de los Toros, llama la atención de los transeúntes.
                Enseguida aparece una partida de caballistas. No cabe duda que son soldados, más en concreto el piquete del resguardo de fronteras, al mando de un cabo.
                Por la zona suelen rondar cuadrillas de bandoleros y contrabandistas. De conocidísima mala reputación son los tres hermanos Alpedrinas, ladrones, que viven en lo fragoso del río Alagón, en unas cuevas; o aquel otro que llaman Pocarropa, máxima autoridad en el mundillo del hampa.
                Conviene, por tanto, mantener la vigilancia estrecha. La sierra de Valdecaballos, dónde dicen han sucedido los más lamentables actos de violencia que se recuerdan, lugar de paso obligado para viajeros. Escenario bien conocido por estos caballistas, defensores de lo común.
              Suenan las campanas de la iglesia. Ya es más de mediodía, y el apetito, a estas horas, se va haciendo notar en los estómagos. Nuestro mentor, don Roque, haciendo honor a su buen servicio, aconseja preguntar por Sebastián de Sande quien, junto a su domicilio, en la Cruz de la Puentita, regenta un horno de pan que antaño fundará Juan Alonso Maese. El acompañamiento, un pedazo de queso y un poco de chacina, lo podemos conseguir en una cercana abacería, propiedad de Isabel de Sancho.
                Tras la pitanza, con renovadas fuerzas, continua el recorrido por las calles de Zarza.
              Al pasar por una de las más principales, que por eso recibe el nombre de Concejo, se descubre un singular personaje, ya de adelantada edad, pero cuyos rasgos dejan intuir una vida sosegada, lejos del trabajo rural. Es Bartolomé Hernández Borrellas, descendiente de familia hidalga. En su edad adulta, se muestra satisfecho porque sus dos hijos varones han podido cursar en una de las más celebradas universidades de aquel tiempo, la de Salamanca. Formados y con futuro, lejos del arado, la hoz y la vida servil.
                Afortunados ellos, en un mundo en el que la gran mayoría de jóvenes son carne de cañón para bregar el campo. Nos consolamos al saber que Pedro Martín Gallego y Francisco Montero Perianes, ofrecen en sus domicilios clases de primeras letras a quien quiere, o le es posible, optar a algo mejor.
                Cerca del domicilio del preclaro Bartolomé, al final de una callejuela que hace honor a su nombre, Angosta, un nutrido grupo de personas forma impaciente cola ante la puerta de una casa. Allí vive el cirujano, don Francisco Ibañéz del Castillo. Los vecinos acuden en busca de medicamento con que resolver sus achaques. Siendo más precisos, decir que don Paco receta, y luego Juan del Corral y Ventura de la Cruz cocinan, en sus bóticas, los ungüentos reclamados.
                Poco a poco, el entramado de calles se torna en cuesta, hacia el punto más alto de la población, que llaman, como no podía ser de otro forma, El Castillo.
                  Antes, pasamos por una luminosa plazuela, la del Arconocal. Por ahí está el matrimonio Juan Moreno y Paula Polán, que se dirigen a una huerta cercana, situada frente a la ermita de Santa Clara.
                  La Barrera del Castillo se nos hace visible a medida que ascendemos por la calle Santo Cristo. Por cima de los pardos tejados, asoman ya los muros de una antigua fortificación.
                  Nuestro andar se detiene bruscamente. Un gran rebaño de merinas esta cruzando la Cañada Real, que transita por este lado de Zarza. Son del ganadero mesteño Antonio José Segura, que todos los años baja, desde tierras burgalesas, a pastar en la dehesa de Benavente. Ahora, finalizada la campaña de hierbas, está listo para regresar a su hogar serrano.
                  A los márgenes del cordel, salpican varias chozas de pastores; y frente a la ermita del Castillo hay una tenería. Pertenece a Francisco de Sales Botello. El olor de las pieles curtidas impregna todos los alrededores.
                  Siguiendo el alegre tintineo de los campanos, descendemos del Castillo por la calle de los Canales, y entramos nuevamente en el casco urbano por los restos que quedan en pie de la vieja Puerta de la Villa, junto a la cual está sentado, plácidamente, Francisco Montero de la Cana. Charla con su amigo Mateo Borrero, que acaba de llegar con un par de jumentos, que cargan sobre sus lomos serones repletos de rojiza tierra. Con ella elaborará luego el barro para fabricar pucheros, botijos, platos...,etc. No cabe duda que es el alfarero.
                   Los restos del foso que rodeaba a la vieja muralla, sirven de guía al viajero. Así, bajando desde el cerro castillero, sorprende la gran fachada de otra ermita, la dedicada al apóstol San Juan. Hoy se celebra misa, solicitada por su mayordoma, doña Estefanía de Sande Villalobos, a expensas del capellán, Diego de Cáceres, su marido. Ambos han heredado la responsabilidad de administrar los bienes del oratorio que fundará, hace más de cien años atrás, su antepasado, el canónigo don Juan de Sande.
                   Estamos otra vez casi dónde comenzamos nuestro paseo. Hemos caminado, de nuevo, por la calle Mesones. Comienza a doblar el esquilón. El presbítero, don Tomás Zango, corre apresuradamente hacia la casa de María “la Morana”. Parece que ha llegado su final, y el párroco colegial, Diego Calderón, no está disponible para administrar el Santo Sacramento a la moribunda.
                   Que fatal coincidencia. Unas mujeres estaban hablando sobre el fallecimiento de un niño en una casa de la calle Parral. Se llamaba Dominguito, y era hijo de Francisco Mirón e Inés Gutiérrez. Apenas tenía dos años de edad. La mortalidad infantil es elevada.
                    Al final de la rúa, algo grato. Unos albañiles, Blas Sánchez Templado y Diego Gutiérrez, están levantando una nueva casa. Por este lado el pueblo se nota que va en continuo crecimiento.
                   Frente a ellos, al otro lado de la incipiente calle, Alonso Jiménez Lozoyo, el herrero, muy concentrado en sus tareas. Mejor no despistarle.
                    Poco a poco, el día va perdiéndose por el horizonte. Ya en el Egido Patero, oculto el sol, con la frescura del atardecer, grupos de vecinos reunidos.
                    Fernando Placeres y Eusebio Rangel. Sus respectivas jornadas de trabajo han sido duras. El primero ha estado recogiendo sus mieses en una heredad, sita en Valle de Gonzalo Mateos. El otro viene desde la Piedra Alta, de regar una huerta de legumbres. Se recogen al descanso de sus hogares.
                     Unos carromateros, Andrés Chaparro, Juan Blanco y Victorio Barroso, hacen su entrada en el pueblo. Andrés es un sobreviviente del terremoto de Lisboa. Estaba allí aquel día, trabajando en representación de la Real Compañía de Sedas.
                               Más adelante, dos siluetas. Al acercarse observamos a dos hombres que, por su porte, deben ser de los que aquí llaman acaudalados. En efecto. Son Pedro de Sande Marto y Miguel Jerónimo Alemán de Sande, sin miedo a equivoco los vecinos con más lustre de la población. Seguro que vienen desde la huerta de la Fontanina, dónde se crían jugosas y refrescantes sandias. El vergel, por cierto, es propiedad de un allegado, Diego de Sande y Figueroa.
                   Terminamos la caminata junto a la puerta de la posada de Isabel Bárbara Sánchez, último lugar para este viaje a la memoria.
                    Nos cuenta Domingo Sánchez Agudelo, que sus habitaciones están todas ocupadas. En estas fechas son muchos los forasteros que llegan para comerciar o, simplemente, de paso a otros destinos. Se escuchan aquí ciento de historias.
                    Paciencia, oyente y lector curioso. Habrá ocasión para contarlas más adelante.
                    
IMAGEN: libro de protocolos, propiedad de don Roque Joaquín de Medrano y Vargas, en el cual apuntaba minuciosamente los quehaceres diarios de sus convecinos zarceños. Año de 1757. Laus Deo.