Aquel 18 de mayo del 1644, fue miércoles. Tiempos de
guerra fatal para la memoria. La <<Restauraçao>> lusitana caminaba
ya por su cuarto año, y en muchos lugares y pueblos de la raya divisoria se
vislumbraban síntomas de cansancio entre sus habitantes, ante el rigor de una
vida en continuo estado de alarma.
Por
términos de la fronteriza Zarza la Mayor, aquellas cuatro anualiadades habían
sembrado odio y miedo. Y ahora comenzaban a ofrecer el amargo fruto de la
venganza.
El sol salió, como era
costumbre, apretando sobre los campos zarceños, que sólo un día antes se habían
teñido de rojo, bañados con la sangre de buen número de vecinos, caídos
mortalmente tras sostener brutal combate mientras trataban de defenderse de un
sorpresivo ataque portugués.
Tan singular
pelea se había iniciado al alba, y únicamente vino a termino con las postreras
luces del atardecer.
Los de la Zarza, gente valiente y esforzada, no se doblegaron al
ímpetu acosador de los enemigos. Uniendo voluntades, lograron expulsar de la
plaza al rival. Fue una jornada épica, cuyo relato, con el paso del tiempo, se
tornaría en leyenda.
Celebrando
la dulce victoria, aplaudiendo a los héroes locales: Garrido, De Sande,
Aguilar, López Dorado, y tantos otros, vivían los zarceños aquel mediodía, según
glosaba el cantar <<... Que por mayo era, por mayo, cuando hace la calor,
cuando los trigos encañan y están los campos en flor... >>.
La Plaza
Mayor era un hervidero de alegrías, dónde cánticos, salves, y vivas se
mezclaban con orgullo patrio local. Se contaban mil historias. Todos tenían
algo que decir sobre lo ocurrido apenas veinticuatro horas antes.
Como es
sabido que el contento dura poco en casa del pobre, tan animado en su suerte
andaba el paisanaje que, dados al bullicioso placer, perdieron la lógica en un
instante.
Bastó un
sonido lejano, cuyo eco resonó atronador en el pueblo. Y de inmediato el caos. No
hubo preguntas, solamente confusión, desorden y mucho, mucho temor.
Las
prisas se hicieron dueñas del escenario. Cada cual tomo el camino de su propia
salvación.
Aún así,
en pleno desconcierto, todos confluían en un mismo lugar: la torre de la
iglesia, el fortín irreductible. Allí seguro que estarían a salvo.
Pero,
hete aquí, que, cuándo más de media Zarza se recogía al interior del magnífico
bastión, un leve chispazo, salido de quién sabe dónde, fue a detenerse junto a
un rincón en el que se apilaban buena parte de los pertrechos militares. Nada
menos que veinticinco arrobas de gruesa pólvora.
Sin
tiempo para reaccionar, aquello explotó como un gigantesco castillo de fuegos
artificiales.
¡¡ Qué
imagen tan cruel y sanguinolenta !! La clara luz del sol se tornó en oscuras
tinieblas.
Abatida
desde su sólida base, la colosal torre se desplomó con suma facilidad en un
abrir y cerrar de ojos, llevándose consigo a todos los zarceños que guarnecía
en su panza. Niños, mujeres, ancianos los más. Las lenguas dijeron después, al
contabilizar los muertos, que sobrepasaban las 350 personas.
La misma
plaza, dónde antes manaban risas y bailes, ahora se inundaba de lágrimas,
cuitos y ayes. Un verdadero desastre.
Sí. Aquel nefasto 18 de mayo fue miércoles. Y su huella
aún perdura, imborrable, en la memoria histórica zarceña.
IMAGEN: restos de la desaparecida torre de la iglesia parroquial zarceña, que también servía de atalaya-vigía y almacén militar.
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