Lo decía un conocidísimo general del siglo XIX, pero aquella máxima bien puede ser válida para cualquier época de la historia militar. Por ejemplo, en la Extremadura de mediados el XVII.
Por entonces la Guerra da Restauracáo portuguesa estaba en su apogeo, y la región extremeña se había convertido en receptora de una ingente cantidad de soldados que integraban el denominado Real Ejército de Extremadura, formado por la corona de los Austrias para volver a reintegrar en sus dominios a los rebeldes lusitanos.
Cada aldea, cada pueblo, cada villa, cada ciudad eran un cuartel enorme de tropas. Sus vecinos convivían con la soldada, caballería, tren artillero, y todo el resto de pertrechos militares de una forma natural, si bien no faltaron accidentes extraordinarios, fruto de un ambiente cada vez más hostil y complicado. La guerra se iba alargando demasiado, y eso se notaba en las relaciones entre civiles y combatientes.
Una de las causas que propiciaban los desencuentros fue la falta de alimento.
Obligados a servir en el oficio de las armas, muchos hombres eran reclutados en lugares fuera de la provincia extremeña y, una vez en sus cuarteles de destino, supuestamente debían recibir un sueldo para mantenerse. Dinero que, por diversas circunstancias, en una guerra de segundo nivel en las prioridades de los Austrias, era siempre muy escaso, y el poco que llegaba apenas daba para socorrer a las tropas, dedicándolo a otros menesteres. De tal modo esto se repetía, que los soldados, especialmente los foráneos, sin la prometida paga, se veían en una situación difícil de supervivencia, abocados a unas condiciones calamitosas.
Carecer de moneda para adquirir alimento, bebida o cualquier otra necesidad, les empujaba a buscar sustento usando medios nada honrosos, tales como el robo. Y, en última instancia, eran numerosos los que optaban por desertar, regresando a sus pueblos de origen.
Los altos jefes pronto entendieron aquel mal que se propagaba entre sus subordinados, y pusieron en marcha sistemas con el fin de evitar los indecorosos usos y el debilitamiento de la tropa.
Estaba claro que encontrar dinero era muy difícil, por lo tanto había que equilibrar la falta con otro tipo de recompensas. Y fueron los habitantes de Extremadura sobre los que recayó la responsabilidad.
Ante la inexistencia de edifícios para albergar a la soldada, ésta fue alojada en los hogares de los propios vecinos quienes, al mismo tiempo, hubieron de alimentar al militar que les tocaba acoger, e incluso al caballo, en caso de que fuera soldado montado.
Las familias extremeñas, cuya situación ya era de por sí lamentable, notaron esta pesada carga. Muchos buscaron privilegios para no alojar y, aquellos otros que no podían excusarse, con el tiempo se veían imposibilitados para seguir manteniendo a sus obligados huéspedes. Era entonces cuando surgían los problemas, pues el militar exigía cuchara, plato, fuego para calentarse, cama para descansar, y sustento para su cabalgadura.
Cientos de quejas se amontonaban en la mesa de los altos mandos. La vecindad, harta de los excesos de los soldados; y los soldados, sin paga y sin alimento, abocados a la rapiña y violencia para sobrevivir.
Y enfrente un enemigo que se deleitaba con semejantes asuntos, pues veía en ellos un apoyo a sus intereses. Sin duda un ejército castellano indisciplinado era menos poderoso, y más fácil de batir.
A paliar la cuestión se presupuestaron diferentes modelos. Hubo uno que resultó ser el que mejor fruto rentaba: entregar el abastecimiento a personas particulares, dado que la administración se mostraba incapaz para gestionar tan fundamental materia. Y es que el suministro a cargo de los gobiernos incrementaba los gastos en perjuicio de la Real Hacienda.
Los contratos firmados con aquellos que se ofrecían a hacerse cargo se denominaron Asientos, mediante el cual su responsable (el Asentista) se obligaba a entregar una concreta cantidad de alimento (raciones) al ejército durante un periodo de tiempo limitado, bajo unas condiciones ajustadas a la ocasión (fuera en tiempo de guerra viva, o cuando la tropa se recogía a invernar en sus cuarteles).
Este modelo fue el comúnmente utilizado durante toda la Guerra contra Portugal, afectando a multitud de viandas, principalmente cereales (trigo y cebada); pero también a la carne, vino, y pescado.
Con el trigo se elaboraba el llamado Pan de Munición, que era unas hogazas, de peso establecido previamente, entregadas a los soldados a diario, como base de su dieta alimenticia. Y con la cebada se procuraba forraje para las caballerías.
Dado el tamaño creciente del ejército, únicamente podían asumir el control de su manuntención personajes de entidad o que, al menos, tuvieran el poder económico suficiente para iniciar trámites de acopiamiento de grano, posterior elaboración del pan, y, para terminar, su distribución en los lugares dónde se acuartelaba la tropa. En esencia, se trataba de un modelo capitalista. Y, en este sentido, surgieron clanes familiares especializados, que coparon toda la cadena desde principio a fin. Hablamos de las casas Siliceo y Aguilar.
En Extremadura, durante los primeros compases de la guerra, el suministro del
pan de munición fue responsabilidad del Estado; pero apenas transcurridos unos meses, enseguida se vió la necesidad de utilizar los
Asientos para garantizar la manutención de los militares. Así lo declaraba el proveedor general:
<<...
y enquanto a asentar el Pan de Muniçion nos hauian dicho que se haçian assientos con Personas que se obligassen adar cantidad señalada de Raçiones cada dia, siendo esto lo mas combiniente para la Rl Haçienda ...>>
A las pujas para quedarse con la obligación de suministrar alimento, se presentaron diferentes particulares. Pero fue la familia local pacense de los Siliceo la que logró hacerse con el reparto del pastel, sobre todo en lo que se refiere al abastecimiento de trigo y su consiguente
Pan de Munición; para el caso de acopio de cebada y forraje, fue otro clan extremeño, el de los Aguilar, el mayor beneficiario.
Una relación que perduró durante toda la guerra portuguesa, e incluso en fechas más tardías, síntoma de las jugosas rentas que obtuvierón de tal negocio los
asentistas implicados, así como el beneficio que la Real Hacienda ganaba con este sistema.
No estuvo exenta de dificultades. Más de una vez se produjeron denuncias sobre la pésima calidad del pan y cebada entregado (duro, de poco peso, menos raciones que las estipuladas por contrato..., etc.); en cualquier caso, el
Asiento se fue renovando año tras año, con unas condiciones ajustadas a cada momento.
La documentación conservada es enorme sobre esta materia, lo cual prueba la importancia que tuvo. Y es que, volviendo sobre la máxima con la que abriamos este capítulo, es de justicia reconocer que <<
un ejército siempre marcha sobre su estómago >>.
IMAGEN: recogida del cereal y posterior horneado del pan.